Por María Gámez, Ramón Sánchez e Irene Rubiales
Para articular una adecuada solución a un conflicto penal entre víctima e infractor desde la propia sociedad se requiere la intervención de una tercera persona: el mediador.Ambas partes confrontan su propia realidad poniendo, cada uno, historia y rostro al otro. Esta figura, desde los principios de gratuidad, independencia, imparcialidad y respeto exquisito a la voluntad de las partes, tratará de restablecer los canales de comunicación entre las personas en conflicto, de modo que la víctima pueda conocer las causas de la actuación del infractor y éste, a su vez, conozca el sufrimiento que ha producido. Este intercambio ayudará a la víctima a dar respuesta a sus “porqués” y superar con mayor facilidad la agresión y, al autor, a responsabilizarse en un momento en que tiene capacidad para hacerse cargo de sus propios actos, para poder encargarse autónomamente de su vida desde un proyecto personal, todo ello, sin humillaciones, respetando procesos y evoluciones personales.
La mediación lleva implícito un elemento de paz social, de tolerancia, de reconciliar posiciones que en muchas ocasiones pasa por alto el Derecho Penal.
Por su parte, la mediación, realizada desde el propio tejido social, desde un colectivo al que se siente cercano el infractor, incluso al que otorga cierta autoridad moral, permite la responsabilización del infractor, asegurando la inmediación más importante, que no es la del juez-partes, sino la de las dos partes (víctima infractor) entre sí. Consideramos que el único momento de enfrentamiento dialéctico es el de la comisión del delito. Pasado ese momento el sistema social debe favorecer no el enfrentamiento inútil sino la reparación y, ojalá, la reconciliación.
La mediación penal comunitaria entre víctima e infractor en el ámbito penal se configura como una forma constructiva y no violenta de resolución de conflictos. No la única, ni seguramente, la adecuada para todo tipo de conflicto penal, pero sí como una manera distinta de afrontar los conflictos que se apoya en el (re)establecimiento del diálogo entre las partes enfrentadas, la escucha y la necesidad de cada una. No se trata de incorporar el papel de la víctima al modelo vigente de sistema penal, sino reformular el propio sistema “desde” la víctima y los intereses de la comunidad, que en ningún caso pueden ser ajenos a la rehabilitación y reinserción social del infractor como horizonte social y legal.
Una sociedad responsable debe tener resortes propios para la gestión de los conflictos al margen del procedimiento establecido por el Estado para canalizar los problemas más graves, esto es, el proceso penal.
La mediación parte de una premisa distinta y persigue otra finalidad a la que tiene el derecho penal mínimo: el punto de partida para que tenga lugar un proceso de mediación es el reconocimiento voluntario de la existencia del conflicto por parte de víctima e infractor. Esta distinción es muy importante, pues dicho reconocimiento voluntario de la autoría es el único punto de partida para la resolucion del conflicto. En el caso del proceso penal rara vez existe un reconocimiento espontáneo del conflicto por parte del infractor; con lo que no se cumple el mínimo presupuesto necesario para poder resolverlo. “No puede haber diálogo si lo único que hay es interrogatorio”
Ello supondría una excelente aplicación del principio de economía procesal y minimizaría costes económicos a la Administración de Justicia. Al tiempo disminuiría la reincidencia, pues posibilita al tiempo, la concurrencia del principio intimidatorio que opera sobre el condenado instándole a no delinquir y a efectuar las reglas de conducta impuestas, y la del principio de reinserción a través de las medidas concretas alternativas a la prisión impuestas. Todo ello, después de haber efectuado el proceso de responsabilización que la dinámica mediadora supone, multiplica las posibilidades de lograr los objetivos que se esperan de la Libertad a Prueba.
Debe incentivarse la sinceridad del inculpado. No se trata de negar el principio de que nadie está obligado a declarar en su contra, pero, desde luego, constituye un sin sentido que se incentive la mentira por sistema.
Abarata los costes procesales; a través de él las víctimas recuperan el patrimonio perdido; se evita el conflicto interpersonal entre la víctima y el victimario; se desahogan los tribunales de justicia penal; se evita la impunidad; se le permite al victimario evitar un proceso penal con el cual quedará estigmatizado; se le reconoce y se le otorga a la víctima un papel importante dentro del proceso penal.
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